Los grandes legados escritos

2013-07-24

Dice Carl Sagan que «...somos la única especie del planeta que ha inventado una memoria comunal que no está almacenada ni en nuestros genes ni en nuestros cerebros. El almacén de esta memoria se llama biblioteca». De ahí que «...la salud de nuestra civilización, nuestro reconocimiento real de la base que sostiene nuestra cultura y nuestra preocupación por el futuro, se pueden poner a prueba por el apoyo [e interés] que les prestemos [a los libros]...» (“Cosmos”, Planeta, 1982).

La Biblioteca de Alejandría, refiere Sagan, es «...el lugar donde los hombres reunieron por primera vez de modo serio y sistemático el conocimiento del mundo». Fue «...el cerebro y el corazón del mundo antiguo». La ciudad, fundada por Alejandro Magno hacia el 300 a.C. en la costa mediterránea de Egipto, fue la urbe más grande del mundo. Tenía avenidas de 30 metros de ancho, un magnífico puerto y un gigantesco faro para anunciar a los marinos la proximidad de la costa. Este faro fue una de las siete maravillas del mundo antiguo.

A la muerte de Alejandro, se fundan centros de enseñanza y bibliotecas en Alejandría, Antioquía y Pérgamo, de tal manera que todas las ciudades importantes helenísticas disponían de su propia biblioteca pública. La más conocida fue la de Alejandría. Allí se formó la Biblioteca Real, la más grande del mundo conocido en la antigüedad. Probablemente llegó a albergar, según Plutarco, más de 700,000 manuscritos.

Su destrucción es un tema polémico por la falta de información precisa, culpándose a romanos y a egipcios cristianos o musulmanes, pero la verdad es que se carece de testimonios directos de escritores de la época. Se asegura que el incendio provocado por las tropas de Julio César en 48 a. C. fue el primer gran atentado. Después circulan varias versiones de su desaparición paulatina.

Mejor suerte corrió la biblioteca personal de Aristóteles. Estrabón el Geógrafo dice que «fue el primero que reunió una gran colección de libros y quien enseñó a los reyes en Egipto cómo ordenar una biblioteca». Con el tiempo, esta biblioteca personal quedo en manos de una familia que vivía en Pérgamo y que los vendió a Apelicón, un bibliófilo que los llevó a Atenas.

El dictador romano Sila se apoderó de los libros y los envió a Roma, allá por el 86 a. C., «en un estado terrible, empapados por la humedad y carcomidos por las plagas. Todavía podían leerse, copiarse y, por tanto, conservarlos, sin duda por la reverencia que Roma sentía por el arte y la filosofía de los griegos» (Peter Watson, “Ideas. Historia intelectual de la humanidad”. Crítica, Barcelona, 2010).

El siglo IV d.C. se caracteriza por las grandes persecuciones religiosas. Peter Watson refiere que el emperador oriental Valente organizó un asedio sobre las prácticas paganas que redujo el conocimiento de los autores antiguos, especialmente los filósofos. «En todas las provincias orientales, los propietarios de libros, temerosos de correr un destino similar, quemaban sus bibliotecas».

A finales del siglo IV d.C. en el mundo romano era difícil localizar los textos de autores clásicos, incluso ordenarlos cronológicamente. En esa época ―cuenta Edward Gibbon, en el siglo XVIII― el obispo Teófilo, de Alejandría, permitió que la biblioteca de la ciudad fuese asaltada, quedando sólo anaqueles vacíos.

Probablemente la biblioteca ya había desaparecido en el momento de la dominación árabe, pero Allan Kardec en el siglo XIX, comenta que el califa Umar ibn al-Jattab ordenó la destrucción de millares de manuscritos expresando: «Si no contiene más que lo que hay en el Corán, es inútil, y por lo tanto, es preciso quemarla. Pero si contiene algo más, es mala, y también es preciso quemarla».

El caso es que en el 640 d.C. la invasión árabe destruyó la biblioteca del Mouseion. Los libros se distribuyeron en los baños públicos para ser utilizados como combustible. Los rollos calentaron las aguas de los baños de Alejandría durante meses. Afortunadamente, las obras de Aristóteles se salvaron de las llamas.

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