Los pasos de San Rafael Guízar y Valencia por el gran terremoto de Xalapa de 1920
+ Hace 94 años, San Rafael Guízar y Valencia llegaba de Cuba como obispo de Veracruz, y justo unas horas antes, la región de Xalapa había sido fuertemente azotada por un terremoto que devastó pueblos enteros.
Zona Centro
REDACCIÓN - 2014-01-03
El terremoto de Quimixtlán, conocido como el Terremoto de Xalapa fue un terremoto que tuvo fecha el 03 de enero de 1920 con epicentro en el municipio de Quimixtlán, Puebla, es el tercer terremoto más mortífero que se haya registrado en México con una magnitud de 6,4 grados richter y los 8,0 grados de magnitud de momento según datos de otras fuentes, afectando más a Quimixtlán y a la Ciudad de Xalapa y dejando 650 muertos, pero otros datos oficiales, incluso científicos de la UNAM hablan de más de 2,000 muertos.
HISTORIA
El terremoto ocurrió en México, con epicentro en el municipio de Quimixtlán en el Estado de Puebla, destruyendo casi por completo el municipio, y afectando también la capital de Veracruz, Xalapa, también destruyó algunos poblados de Orizaba, Huatusco, Ixtaczoquitlán y Córdoba, dejando un saldo de 650 muertos, aunque otras fuentes, incluso personas que estudian la sismología han dicho que la cifra de muertos por el sismo sobrepasó los más de 2,000 muertos, siendo el tercer terremoto más mortífero que se haya registrado en México, después del Terremoto del D.F. y el Terremoto de Orizaba.
El sismo provoco daños grandes, decenas de edificios y cientos de viviendas en Quimixtlán y Xalapa, desgajamiento de cerros.5 Rafael Guízar y Valencia colaboró con la reconstrucción de las zonas afectadas por el terremoto.
RELATOS DE GUÍZAR Y VALENCIA EN LOS TIEMPOS DEL TERREMOTO DE XALAPA
La paz sea contigo Veracruz
¿Un cable para mí de la Delegación Apostólica de Washington y además un recado de Monseñor Tito Trochi, delegado apostólico de Las Antillas para que enseguida me presente ante él? ¿Qué asunto tan urgente podría
ser?
Acababa yo de predicar una misión en el templo de la Caridad y unos ejercicios espirituales a los sacerdotes de La Habana. Eran los primeros días de Julio de 1919.
-Padre, me dijo el delegado apostólico sin más preámbulos, el Santo Padre, el Papa Benedicto XV, ha querido designar a usted como Obispo de Veracruz, que está vacante por la muerte del señor obispo Joaquín Arcadio Pagaza.
Luego un silencio largo, eternizándose, como si las ideas y las palabras hubieran huido, como un terremoto de improviso.
-Señor delegado, soy indigno, yo no podría con esa altísima dignidad, no sirvo para otra cosa sino para predicar misiones.
-Tómese usted tiempo para pensarlo, ya hablaremos después.
Yo me hice a la idea de que aquello podría ser una equivocación, que el designado sería otro, ¿cómo era posible que se fijaran en este infeliz?
Seguí en mi trabajo de costumbre, seguí misionando. Y cuando ya ni me acordaba del asunto, nuevo y apremiante llamado del delegado apostólico para urgirme la respuesta.
-¡Acepte, acepte con humildad!, me aconsejó el señor Pedro González Estrada, arzobispo de La Habana, que me estimaba mucho.
Con este consejo en el corazón, me marché a la entrevista con el delegado apostólico.
-Padre, resistir la voluntad del Papa, es resistir a la voluntad de Dios.
-Si, acepto, que se haga su voluntad. Pero deseo manifestarle que no tengo dinero para dar la limosna a la Santa Sede que se acostumbra en estos casos.
-No se preocupe, queda usted dispensado. Ahora, a prepararse.
Fue tan honda la impresión, que tuve días de verdadera agonía, no exagero si digo que me sentía morir. El 1° de Agosto de 1919, fui preconizado Obispo. Días después llegaba otro cable de Washington donde se disponía me consagraran sin esperar las Bulas Apostólicas, que la consagración se efectuara ahí en La Habana y que partiera luego a Veracruz.
La Santa Sede había tomado en cuenta las cartas en que me proponían para obispo, los arzobispos Leopoldo Ruiz y Flores de Morelia y José Mora y del Río de México, quien además había añadido estas palabras en su carta: “Evidentemente la suspensión fue nula, porque no se guardó el orden del Derecho y por tanto así fue declarado luego por la autoridad competente”.
Un grupo de fieles, pues yo no tenía con qué, mandó hacer las vestiduras episcopales y compró el anillo. El señor Valentín Zubizarreta, obispo de Camagüey, religioso carmelita, que siempre me distinguió con su protección, me regaló la cruz pectoral.
30 de Noviembre, fiesta de San Andrés Apóstol, templo de San Felipe Neri al cuidado de los carmelitas, una valla de Caballeros de Colón, el coro carmelitano, una muchedumbre ansiosa de presenciar la ceremonia, obreros y profesionistas, los negritos de los muelles, la alegría contagiosa por las calles. ¡Que van a hacer obispo al misionero mexicano!.
Me consagró el delegado apostólico, sus asistentes fueron los obispos González Estrada y Zubizarreta. Seguí todas las ceremonias como fuera de mí, yo sucesor de los apóstoles, ungido por el Espíritu Santo para evangelizar a los pobres. La paz, una paz inefable inundó mi corazón.
Cristo preguntó a Pedro:
-¿Me amas?
-Señor, tu que sabes todas las cosas, tu sabes que te amo. -Apacienta a mis ovejas.
Al concluir la ceremonia, la muchedumbre se precipitó a la sacristía para besarme las manos y pedirme la bendición.
-Si, estoy contento de ser obispo para no molestar a los obispos cuando se ofrezcan confirmaciones en donde yo predique misiones.
Al día siguiente tomé mi maleta y me marché a dar una misión en Bejucal. Me estorbaba un poco la sotana morada, el roquete, el anillo, para acarrear tablas y cajones en que se sentaran los fieles a oír la predicación. Todavía tuve tiempo para predicar otra misión en Guanabocoa, serían las últimas de Cuba.
El 1° de Enero de 1920 me embarqué en el vapor americano “Esperanza”. Como Nuestra Señora de Jacona, la llena de gracia. Desde los muelles, como parvadas de gaviotas, los pañuelos y los racimos de manos que me despedían. Adiós Cuba, Nuestra Señora del Cobre, las palmeras, el mar, las piñas, el calor del trópico, las naranjas de oro, la alegría de la gente, la tierra pródiga, hirviente, marinera, igual que Veracruz, a cuatro días por mar, pero ya viviendo, latiendo en mí como la herencia que me confió el Señor.
A las 10 de la mañana, el día 4 fondeaba el Esperanza en el puerto de Veracruz, aunque no se nos permitió bajar sino hasta la una y media de la tarde.
El periódico El Dictamen recogió la crónica del acontecimiento. “Desde poco antes de las ocho de la mañana se congregaron en el muelle de sanidad, sacerdotes y fieles de Córdoba, Xalapa y este puerto de Veracruz. Luego que desembarcó el señor Guízar, fue conducido a bordo de un automóvil hasta el curato. A su paso, el prelado recibió el saludo de la multitud que se había estacionado en su espera. El licenciado Sadas Rivera, con palabra fácil y galana, dio la bienvenida al señor Guízar, quien contestó con sencillez expresando la satisfacción que experimentaba al recibir ese saludo y manifestando cuál había sido su intenso deseo, durante el viaje, de llegar a tierras mexicanas para ponerse cuanto antes al servicio de su diócesis”.
Mientras todo el puerto estaba de fiesta, comenzaron a llegar noticias alarmantes esa misma tarde de mi llegada. Cerca de media noche del sábado 3, un terremoto había sacudido una extensa zona de mi diócesis, comprendida entre el Volcán de Orizaba y el Cofre de Perote. Pueblos casi barridos, los ríos desbocados, gente sin casa ni alimentos, no se podía precisar el número de muertos y damnificados.
Inmediatamente llamé por teléfono a Xalapa con el Vicario Capitular que regía la diócesis durante la sede vacante:
-Padre, le agradezco su buena voluntad. Sé que usted ordenó una colecta para festejar mi llegada. Le ruego que no toque ese dinero, lo destinaremos íntegramente para ayudar a los damnificados.
Por la noche promoví una junta en La Lonja, un sitio aristocrático de pasatiempo, invitando a sus socios y personas adineradas del puerto, les hablé de mi angustia ante el desastre, de la solidaridad y espíritu cristiano con que deberíamos prestar inmediato auxilio a nuestros hermanos en desgracia. Aquí están quinientos pesos, mi anillo y mi cruz de obispo. ¿Quién desea ayudar? Se reunió la cantidad de veinte mil pesos.
El 6 de Enero, a las ocho de la mañana, en un carro especial agregado al tren de pasajeros, partí a Xalapa, sede de la diócesis y capital del estado de Veracruz, acompañado de las comisiones que habían venido de diversas ciudades. En las estaciones del trayecto, numerosos fieles se acercaban para conocerme y recibir mi bendición. Yo pensaba cómo podría ser un sucesor menos indigno del señor Joaquín Arcadio Pagaza, que había brillado en el mundo de las letras como insigne poeta y traductor de los clásicos romanos. La toma de posesión de mi diócesis fue el 9 en la Catedral de Xalapa. Mis palabras de presentación sabían a tristeza. Llegaba el pastor con el júbilo de reconocer a sus hijos y se encontraba con la destrucción y muerte. Yo esperaba la alegría de la cuna, Dios quiso el dolor del cementerio. Hay un paso de Belén al Calvario.
Se hace camino al andar
Miro sobre el escritorio el mapa de mi diócesis que casi abarca el enorme estado de Veracruz. Es una franja larga y angosta entre la Sierra Madre Oriental y el Golfo de México. Una extensión de 71,896 kilómetros cuadrados, un litoral de 800 kilómetros. Llanura, sierra y altiplanicie. El calor del trópico arde, sin que falte el clima frío ni la humedad en otros sitios. En ninguna parte del país llueve tanto como en el sur del Estado. De Orizaba, dice la gente que llueve trece meses al año, las cortinillas de agua, el chipi- chipi que jamás termina.
Las montañas se tropiezan con los ríos, unos ríos gigantescos, espumosos hasta el fin. Un paraíso verde, los bosques de palmeras, los papayos, los cocoteros, los plátanos, los guanábanos, los cafetales, las orquídeas entre los troncos al alcance de la mano. Aquí está la laguna de Catemaco, de unas aguas azules tan verdes como si hubieran licuado piedras preciosas. Y aquí el Citlaltépetl o Pico de Orizaba con 5,747 metros sobre el nivel del mar, la eminencia más alta de la república, coronada de nieves perpetuas. Con razón el señor Pagaza, al que llamaban el “Virgilio mexicano”, cantó los Sitios poéticos del Estado de Veracruz.
Aquí se plantó la primera cruz en estas tierras exuberantes, cuando Hernán Cortés desembarcó en los médanos fronteros a la Isla de San Juan de Ulúa, el viernes santo de 1519. Aquí se fundó el primer Ayuntamiento de América.
Me han ponderado la riqueza de esta región, su agricultura, la pesca, la ganadería, los yacimientos de azufre, la silvicultura, en 1911, brotó el mejor pozo petrolero del país, el Cerro Azul-4.
Según datos de este mismo año de 1920, el estado de Veracruz tiene 1.159,935 habitantes, de los cuales cerca de doscientos mil son indígenas, muchos de ellos no hablan el castellano, sino alguna de estas cinco lenguas, el náhuatl, que es el más generalizado, luego el totonaco, el huasteco, el popoluca, el otomí. Se calcula que el ochenta por ciento de los veracruzanos son analfabetos.
Montañas y ríos aíslan los numerosos pueblos de esta diócesis tan grande como incomunicada. Cuando visite Papantla, tendré que ir hasta Teziutlán que está en el estado de Puebla y de ahí dos días a caballo. Y si voy a Tuxpan tendré que embarcarme en el puerto de Veracruz y del barco al caballo. La mayoría de los pueblos carecen de luz eléctrica y agua potable. Esta es la herencia que me confió el Señor.
Lo que me preocupa es el mapa religioso de mi diócesis. Hace ocho años que no se practica la visita pastoral. No hay seminario para la formación de nuevos sacerdotes, sólo unos cuantos jóvenes que estudian en otras partes. El cabildo de la catedral se reduce a dos canónigos y un prebendado. La persecución latente contra la Iglesia en cualquier momento puede desencadenarse en mi diócesis. Y el auge de la masonería, la ignorancia y la indiferencia religiosa del pueblo. Todos están bautizados, pero apenas evangelizados. Los únicos bienes que posee la diócesis es la casa episcopal y la biblioteca, gracias a Dios que somos una Iglesia pobre.
Hay 64 parroquias y unas 300 iglesias o capillas públicas, muchas de ellas sin pastor que las atienda, pues sólo hay 60 sacerdotes. La revolución carrancista expulsó a los sacerdotes españoles que había en mi diócesis y que eran casi la mitad del clero
veracruzano, pues mi antecesor aceptó que vinieran de España numerosos sacerdotes recomendados por sus amistades de aquella nación.
Creo que mi deber en este momento, no es quedarme aquí en mi sede de Xalapa para hacerme cargo de los problemas, organizar mi diócesis y conocer a mis colaboradores. Lo que me apremia, son los damnificados, mis hijos que sufren la devastación de sus pueblos, la pérdida de casas y cosechas, los heridos, los cadáveres insepultos, los pobres que no tienen techo ni pan.
Cinco días después de haber tomado posesión de mi diócesis, emprendí una gira por los lugares afectados por el terremoto para prestar asistencia material y espiritual. Yo no sabía entonces que esta primera visita pastoral, a caballo y a pie, duraría dos años.
Mi primer encuentro con la tragedia fue Teocelo. Del templo parroquial, que había una maciza y noble construcción, no quedaba sino un montón de piedras. En la casa mejor librada improvisé la capilla para reunir al pueblo y abrir su corazón al consuelo y la esperanza. Repartí tres mil pesos entre las familias más necesitadas, pues al encontrarme con el General Cándido Aguilar, enviado por el Gobierno Federal para aliviar a los damnificados, me dijo que contaba con trescientos mil pesos.
-Tiene usted más dinero, general, ojalá pueda atender a Teocelo que es más grande, mientras que yo me iré a reconstruir Cosautlán, que es más pequeño.
En cada pueblo que iba apareciendo, me detenía a visitar personalmente a cada uno de los enfermos y lesionados, reunía a la gente a campo abierto soportando el intenso clima de la región, les hablaba de Dios, pero los invitaba también a poner su esfuerzo en reconstruir sus casas y emprender otra vez la vida diaria, les administraba el sacramento de la confirmación y me sentaba a confesar junto a un muro derruido o en plena calle a veces hasta la una, las dos de la madrugada. Luego repartir el dinero, la ropa, las medicinas. Y seguir adelante, por caminos lodosos, el lodo hasta las rodillas y dos palos para avanzar, siguiendo las señas más o menos vagas que nos daban los campesinos.
-“Suba esa montaña, señor obispo”, me dijeron a la salida de Ayahualulco, pero es preferible que se vaya a pie, los caballos se resbalan en los acantilados. Del otro lado está Patlanalá.
Para descender la montaña, cortada a pico, de tierra floja y agrietada, hubo necesidad de hacer una palizada en los repechos a manera de peldaños, que no había otra manera de bajar a Patlanalá, además de ser experto equilibrista o rodar al abismo.
Ningún obispo había visitado jamás esta población, por lo que el trabajo de confirmaciones y confesiones fue intensísimo. La gente me despidió con lágrimas.

-No vaya a Chilchotla, no se aventure señor obispo, que hasta peligra su vida.
Por principio de cuentas se nos atravesó un “señor río” de impetuosa corriente, que pudimos a travesar gracias a una pasarela de tablas que levantaron los soldados que venían en la expedición, dos de ellos cayeron con sus cabalgaduras. No habíamos salvado este río, cuando apareció el Chilchotla, de cause tan ancho que tuvimos que recorrer varios kilómetros hasta encontrar unos acantilados por donde se podía intentar un puente.
-Deme la bendición, señor obispo.
Apoyado en una garrocha, un soldado dio un salto tan atrevido y perfecto que lo
puso del otro lado del río. Manos a la obra, a improvisar entre todos el puente.
Fueron siete largas horas de caminar entre cráteres que aún vomitaban enormes cantidades de lodo, cedros arrancados de cuajo y aventado al abismo de las gargantas, bosquecillos enteros tapados por el cieno, trozos de tierra como si la hubieran removido en ondulaciones, alguna choza solitaria en la cresta de la montaña, y en el fondo del barranco los zopilotes picoteando el cadáver de una mujer.
Al llegar al pueblo de Chilchotla, los montañeses nos recibieron llorando como niños. El terremoto no les había dejado más que lágrimas. Yo había venido a curar sus heridas y he aquí que el médico necesitaba curación. Sufrí una afección cardiaca tan intensa que creí morirme. Tal vez el dolor de la tragedia, los dos años de recorrer pueblos y pueblos en desgracia y atrás los tres años de Cuba donde prediqué misiones sin descanso. La Cruz Roja de Chalchicomula me auxilió tan eficazmente que pronto me restablecí para seguir a Saltillo Lafragua.
Dios mío, el pueblo era un cementerio abandonado. No había a quien ayudar ni a quien consolar, unos habían muerto, otros habían emigrado. Luego por ferrocarril continué ayudando a los damnificados de Orizaba, Córdoba, Coscomatepec y Huatusco.
Cuando regresé a Xalapa, después e haber recorrido durante dos años las regiones devastadas, la ciudad salió a recibirme en una grandiosa explosión de afecto. Aquello fue un Domingo de Ramos.
Mi casa episcopal era el centro de la caridad de donde salían carros cargados de ropa, víveres, medicinas, madera, y una procesión de pobres y enfermos que no tenían necesidad de tocar la puerta, porque la puerta estaba abierta de día y de noche.
Con el fin de organizar la ayuda a los damnificados, saqué a algunos sacerdotes de sus ministerios pastorales para colocarlos al frente de las obras de reconstrucción en los lugares que más urgía. Encomendé al padre José María Flores, la reconstrucción de la parte derruida de Xalapa, en la que gasté doscientos treinta y un mil pesos, teniendo que traer obreros especializados de Guadalajara y Puebla. Yo mismo quise llevar la contabilidad del dinero para no escatimar en lo necesario ni derrochar en lo superfluo y con la mira de que la ayuda llegara precisamente a los necesitados sin peligros de filtración.
Voy de mirar el mapa de mi diócesis al mapa del Evangelio: “El buen pastor da la vida por sus ovejas”.