Un provinciano en un día de vacaciones

Arturo Reyes Isidoro

Prosa Aprisa

2013-07-17

Como cualquier mortal, viajé este lunes a la Ciudad de México. Digo que como cualquier mortal porque me fui en el democrático ADO (la clase política y empresarial, por ejemplo, viaja en avión, ya sea desde Xalapa o desde el puerto de Veracruz). Me llama la atención que la distancia se acorta cada vez más (en promedio sólo cuatro horas, y eso por el intenso tráfico a la entrada y a la salida del Distrito Federal, en la que se gasta al menos una hora), sin duda alguna por las nuevas autopistas y el buen estado en que se conservan.
Estoy de vacaciones en mi trabajo de base, la Editorial de la Universidad Veracruzana. Viajé para arreglar en una notaría capitalina un documento que me habían entregado con un error, luego de que un hijo mío pagó un crédito hipotecario con el que compró un pequeño departamentito, crédito que obtuvimos a mi nombre por darme a mí facilidades el banco. Necesito recuperar mi casa, que dejé en garantía. Con el documento ya en orden, espero tenerla de nuevo y respirar tranquilo.
Viajé en ADO porque no tengo automóvil propio pero además aunque lo tuviera nunca me atreví ni me atrevería ahora tratar de manejar en aquel monstruo citadino. Pero tanto de ida como de regreso observo cómo la unidad de pasajeros en que viajo está bastante bien, sobre todo cómoda; es un camión podría decir que seminuevo. La empresa, no cabe duda, nos devuelve en buen servicio lo que pagamos.
En el Distrito Federal acostumbró a moverme en el Metro. Mucha gente tanto chilanga como de provincia le hace fuchi a ese medio de transporte y hasta cierto punto tienen razón, sobre todo las mujeres porque hay horas “pico” en que los vagones van hasta el full y el apretujón humano no es para espíritus delicados. Ahí hay que aguantar y dar muestras de resistencia y de sobrevivencia.
La verdad es una verdadera aventura harto interesante ver a los chilangos hacer parte de su vida normal y cotidiana ahí. Por ejemplo, en medio del atropello poder ir leyendo el periódico, moldearse las pestañas espejo en mano, ir leyendo o viendo imágenes en el iPad, escribiendo mensajes en el teléfono móvil, dormitar sentados o cabecearse parados, los chavos ir leyendo algún libro o haciendo la tarea.
Y los vendedores. ¡Ah, los vendedores! Ofrecen dos rastrillos para rasurarse por diez pesos, guantes que hacen milagros para las amas de casa, también a diez “varos”, paquetes de chicles o de chocolates, pero, en especial, discos piratas con música de lo más diversa, por ejemplo, todas las canciones de los Beatles o de Cri Cri a diez pesos. Todo a diez pesos.
El Metro me permite ir en un solo día a muchos lados, por la rapidez. Visito y hago oración en la Catedral, desayuno en el Hotel Catedral, a una cuadra del Zócalo, donde alguna vez me dijo Alejandro Montano Guzmán que llegaba y se hospedaba su padre (“cabrón, no es un hotelito”), husmeo en la Librería Porrúa, ahí cerca, y luego me voy a la Colonia del Valle a ver mi asunto principal; más tarde bajo a Miguel Ángel de Quevedo, al sur de la ciudad, donde a unos cuantos pasos están tres grandes y principales librerías (El Sótano, Gandhi y el Fondo de Cultura Económica, sitios obligados y sagrados para mí).
Esta vez descubro que en la librería Gandhi quitaron la amplia sección de lockers donde dejábamos nuestros mochilas y pusieron un Starbucks, ideal para disfrutar un café y ponerse a leer; pero es en la del Fondo donde decido tomarme un café “selva” (es el americano, pero con más presión y un poco más cargado, fuerte, como me gusta) y probar un tamal de chipilín (masa cernida, chipil picado, tamal bañado con salsa de tomate, crema y queso, tipo chiapaneco).
Regreso al centro pero las nueve estaciones de distancia me permiten echarme un pestañazo en el vagón. Ya luego, cerca de Bellas Artes me meto a un Internet a trabajar unos minutos. De ahí camino unas cuadras por Lázaro Cárdenas, voy a un pequeño negocio especializado en rasuradoras y luego camino por la calle Madero, hoy totalmente peatonal, aunque me desvío una cuadra para ir a comprar minas o puntillas Mont Blanc 0.7 y en un restaurante de comida japonesa aprovecho para disfrutar unos rollos de sushi con salmón.
Ya cuando calculo que va siendo hora me meto de nuevo al Metro para trasladarme a la TAPO, a la que llego en unos cuantos minutos, a tiempo, sin prisas, para abordar el autobús. He andado, he caminado tanto que me siento un poco agotado y apenas salimos de la ciudad me quedo dormido, hasta que despierto cuando estamos atravesando el estado de Tlaxcala y vamos rumbo a Huamantla.
Está terminando la primera película que pusieron, que recrea la vida de Uri Geller, que doblaba objetos metálicos con el solo poder de su mente, aunque, claro, como se trata de una película le adicionan acciones fantasiosas, y luego ponen enseguida la de El Gran Circo, entretenidas para aguantar bien el viaje, pero yo tengo algo mejor: mi Kindle, un lector de libros electrónicos (e-books), que es toda una maravilla y para mí mi juguete preferido, añorado desde que salió a la venta, de las cosas de más valor que aprecio, que siempre quise tener hasta que me regalaron uno.
Este aparatito, apenas más grande que un teléfono celular, me lo ofreció primero y luego me lo obsequió el año pasado el matrimonio Méndez de la Luz-Dauzón, Armando y Dulce, por dos razones: porque saben de mi placer por la lectura y porque uno de sus hijos, de los hijos genios que tienen y que viven y trabajan en los Estados Unidos, uno de ellos trabaja en la empresa que los fabrica.
A mi Kindle, el modelo último que salió a la venta, le caben ¡4 mil libros! (toda una biblioteca) y esté equipado con dispositivos que lo hacen verdaderamente maravilloso. Apenas le he cargado unos cuantos, no obstante que Amazon los vende a precio casi de regalo. Por ejemplo, la Biblia versión Reyna-Valera, un libro católico de oraciones, Don Quijote, Crimen y Castigo, La Divina Comedia, Ana Karenina, El Arte de la Guerra, por citar sólo unos cuantos, me los dieron a ¡99 centavos de dólar! cada uno y me los descargaron en unos cuantos segundos. Lo más caro que he comprado fue Las Mil y una Noche, que me lo dieron en 5 dólares, cuando que en libros impresos, tres tomos de la editorial Aguilar en México los venden en 7 mil pesos.
Precisamente agoté la distancia del viaje leyendo buena parte de Las Mil y una Noche en mi pequeño aparatito; una lectura que todavía sigo disfrutando y con la curiosidad de qué otra historia va a contar Scherazada.
Así, como buen provinciano de clase media media, con poco dinero he disfrutado mis vacaciones. De un solo día pero que equivalen a varios. Todo es cuestión de saberle sacar tiempo al tiempo y de adaptarse a lo que uno tiene. Decía Facundo Cabral que no es más rico el que más tiene sino el que menos necesita.